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Reseñas CDs

JIM O’ROURKE
INSIGNIFICANCE
Es imposible encasillar a Jim O'Rourke en un estilo determinado. Capaz de reptar de la electrónica a los proyectos de vanguardia, plantarse como el quinto Sonic Youth o ser un excelso cultor del chamber pop. Cada tanto O'Rourke se disfraza de cantautor, y desde ese lugar amigable revela enormes maravillas como Eureka o el reciente Insignificance. En tan sólo siete canciones practica las verdades que aún encierra una guitarra eléctrica. Riffs poderosos y viajes a bordo de un slade imponen provocativos contrastes dentro de una melodía minimalista. Cada track está armado como una pequeña sinfonía, en donde el desarrollo musical gira entre la sutileza -en los momentos más acústicos- y el poder enérgico de una banda de rock en vivo. Insignificance se acerca a la perfección en los arreglos a lo Burt Bacharch y en la contemplativa modulación que revela la voz de O'Rourke. A recuperar la confianza, todavía es posible encontrar belleza simple en una canción, perdón, en siete canciones.

THE WHITE STRIPES
WHITE BLOOD CELLS
Mientras continúa la lluvia de alabanzas a The Strokes y a su saludable revisionismo del rock a válvulas, surgen primos lejanos de una tendencia que no parece agotarse en un nombre ni en un sonido dominante. Dentro de este nuevo mapa de intenciones, el dúo integrado por Meg White (batería y coros) y Jack White (voz, guitarra y teclados) apunta sus parlantes hacia el garage-blues y transforman esa herencia en un estruendoso estallido eléctrico. Los White Stripes funcionan como una desquiciada máquina del tiempo que se mira en la maldad de los MC5, invoca al glamour destartalado de los Stooges e impone prepotencia estética como unos nuevos Pixies venidos de Marte. A pesar de estas señas conocidas, White Blood Cells no suena a pastiche de influencias. Es un recorrido descarado por esas zonas pocos transitadas por el rock low-fi, tan apático a la hora de prender fuego una guitarra.

CORNELIUS
POINT
Debajo de la estampa de falso beatle oriental, Cornelius esconde sus verdaderas intenciones: subvertir los códigos del pop juguetón. Esos designios quedaron registrados en los desbordes exuberantes de Fantasma (1998), un disco inabarcable y tan ecléctico como las citas que lo componen. Por las venas de este enfant terrible corría una extraña energía lúdica que resolvía los falsos espejismos del ingenio, trastocando graciosamente los conceptos de deformación y belleza. Pero la edad de la inocencia no dura toda la vida, lo que antes sonaba simpático e inteligente ahora mutó hacia un territorio más caótico. Con Point, Keigo Oyamada -así lo conocen en su casa- deja de lado el collage psicodélico y los lineamientos pop para detenerse en el valor de las interferencias. Todo el disco parece una gran superposición de ruidos ambientes, guitarras monótonas y efectos sonoros un tanto perturbadores. Las supuestas canciones de Point se construyen en la fragmentación, es como correr el dial en cámara lenta dejando atrás señales anómalas. Cornelius en versión tunante era un tipo mucho más encantador.

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